De física. Anécdotas,
sucedidos y microrrelatos de ambiente científico, todos ellos reales
Los científicos también son seres humanos. Este hecho trivial tiende a olvidarse en medio de los conceptos complicados, las matemáticas avanzadas y el lenguaje intimidante de la ciencia, pero nadie puede evitar su naturaleza; los científicos tampoco. Muchas de las reuniones de trabajo que se suceden sin interrupción en los grandes laboratorios ponen de manifiesto este hecho más que cualquier otra situación. Cuando un ponente de aspecto gris, voz queda, pasión inexistente y tema plúmbeo expone sus trabajos rutinarios, la visita que Morfeo hace a los oyentes es demasiado amable como para que se nieguen a acogerlo.
En el último
quinto del siglo XX, en el laboratorio de física de partículas más
importante del mundo, esta situación se produjo una vez más. Este hecho,
por habitual, no tendría mayor relevancia si no fuera porque esta vez hubo un
detalle que lo hizo diferente. Un fornido ruso describía sin pasión, con
monotonía, sin color y con un inglés incomprensible las características de
algún detector avanzado que jamás se construiría, y que no interesaba a
nadie salvo quizás a algún miembro del KGB identificado como secretario
científico. Entre los asistentes a tan apasionante discurso uno destacó
por encima de los demás. Tras cinco minutos de discurso, cuando un
20% de los asistentes se habían abandonado al dios de los sueños;
otro 40% intentaba acceder a esa avanzada herramienta de comunicación de la
época: el correo electrónico y el resto borrajeaba el artículo que se había
imprimido sin poderlo leer por puro sopor; eso sí, todos poniendo caras de gran
atención y haciendo gestos de afirmación ante la monotonía del soviético, uno
de los asistentes llamó la atención de un pequeño grupo. No paraba de
realizar gestos extraños, una mezcla peregrina entre el ceño fruncido
para quitar de entre los dientes ese molesto trozo de naranja,
el cuello jirafero para asomarse y la angustia del ahorcamiento. Según
afirma uno de los miembros de ese grupito: "...yo estaba muy
asustado, creía que le estaba dando un ictus...". La gesticulación
continuó durante muchos minutos, tantos como se alargó la
pesadísima exposición del ruso.
Cuando el
suplicio soviético llegó a su final, fue aderezado por los consabidos
aplausos, que son el despertador de ese prudente y durmiente 20%. Llegó entonces
el momento de descansar e ingerir tanto café como fuese posible en 20
minutos, antes de volver al interior de la sala para repetir la operación
con otro ponente igualmente interesante. En este momento de relajamiento,
varios de los asistentes asaltaron, preocupados, al autor de los
gestos: "¿Estás bien? ¿Qué te pasa?". La respuesta confirma el enunciado
del inicio: "No me pasa nada. Tan solo trataba de tocarme la
campanilla con la punta de la lengua para no dormirme".
Cualquier
método vale para intentar hacer frente a Morfeo. Pero el resultado siempre
es el mismo: nadie se acuerda de lo que dijo el ruso.
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