El Premio Nobel de Física 2017
Hace muy poco, en el año 2015, se celebraba el centenario de la formulación de la teoría de la relatividad general de Einstein. A lo largo de dicho año se recordó de diferentes maneras el histórico evento, aunque siempre muy por debajo de lo que la magnitud de lo celebrado merece, en mi modesta y parcial opinión. Sin embargo, dicha celebración ha alcanzado ahora la magnitud adecuada, que, por supuesto, es científica. En este tiempo se ha verificado de manera directa la última de las grandes predicciones de la teoría, la existencia de las ondas gravitacionales, hecho que, además, ha sido reconocido con el Premio Nobel de Física 2017. Ahora sí.
Según la teoría de la relatividad general, la fuerza de la gravedad se debe a la curvatura del espacio-tiempo, producida por la materia y la energía. Esta descripción de la fuerza de la gravedad implica la existencia de las ondas gravitacionales. Cuando un objeto (cualquier objeto) cambia su estado de movimiento, arrastra consigo al espacio-tiempo, provocando una ola en su estructura. Estas olas son las ondas gravitacionales. Por lo tanto, como se lee en muchos lugares, estas ondas son distorsiones del espacio-tiempo. Lo que esto significa es que al paso de una de tales ondas, lo que se observa es un cambio en las distancias que separan los objetos, que cambian de manera oscilante, provocando alejamientos y acercamientos. Las distancias se estiran en una dirección y se comprimen en la dirección perpendicular de manera alternativa. Esta pauta característica es la que se busca en los laboratorios dedicados al estudio de las ondas gravitacionales.
A pesar de que cualquier objeto que cambie su estado de movimiento las produzca, es muy difícil observar las ondas gravitacionales. La razón es su extrema debilidad. La fuerza de la gravedad es, con una enorme diferencia, la más débil de las cuatro interacciones fundamentales. Debido a esto, las ondas gravitacionales solo alcanzan una intensidad suficiente como para ser detectadas cuando son producidas por los fenómenos más violentos que ocurren en el universo: colisiones de agujeros negros o estrellas de neutrones, explosiones de supernova o el mismo big bang. Las señales que se observan hoy en día se deben a eventos cataclísmicos, que lanzan al espacio una cantidad inimaginable de energía. Y aun así, ha habido que desarrollar un instrumento capaz de medir con una formidable precisión para poder detectar el paso de esas ondas.
Para hacernos una idea de la violencia de estos sucesos, la primera onda gravitacional jamás detectada, GW150914, que llegó a la Tierra en septiembre de 2015, se originó hace unos 1.300 millones de años en una galaxia muy lejana, cuando dos enormes agujeros negros, de masas 29 y 36 veces la masa del Sol, chocaron para fundirse en otro agujero negro todavía más grande, de unas 62 veces la masa del Sol. A pesar del tamaño y la masa de estos objetos, la fusión se produjo en menos de dos décimas de segundo. En este tiempo cortísimo, se liberó una cantidad de energía correspondiente a la diferencia entre la suma de las masas de los agujeros iniciales y la masa del agujero negro final, es decir, 3 veces la masa del Sol, en forma de ondas gravitacionales. Estas cifras indican la producción de una explosión invisible, pero sobrecogedora. Durante esa escasa décima de segundo, el choque de agujeros negros fue más brillante que todas las estrellas del cielo juntas, pero solo en ondas gravitacionales. Sin embargo, esta monstruosa explosión cósmica produjo distorsiones apenas perceptibles (menores que el diámetro de un protón) cuando llegó a los instrumentos que la observaron en la Tierra.
De hecho, la detección de las ondas gravitacionales ha supuesto una auténtica hazaña tecnológica, solamente posible gracias a unos sistemas de detección impensables hace poco tiempo. Esos increíbles instrumentos son los interferómetros LIGO (Laser Interferometer Gravitational-waves Observatory), dos enormes instalaciones en Hanford (Washington) y Livingstone (Louisiana), en EE. UU. Cada uno de los detectores LIGO usa dos rayos láser perpendiculares, tal y como lo dispusieron en su famoso experimento Michelson y Morley, pero con brazos de una longitud de 4 km cada uno. Los rayos láser se preparan cuidadosamente para conseguir que sus ondas interfieran de manera destructiva y dejen el detector final sin señal. Cualquier alteración del camino que siguen los rayos láser deshace la interferencia destructiva, dando una señal en el detector final. Si una onda gravitacional pasa por el detector, alarga un brazo y acorta el otro de manera alternativa, provocando un característico patrón oscilante. Como hemos dicho antes, el cambio que provocan las ondas gravitacionales es menor que el radio de un protón. Para ser capaces de medir distancias tan pequeñas, los espejos que reflejan los rayos láser y definen la longitud de los brazos están completamente aislados de cualquier movimiento externo. Además, hay dos de tales sistemas para aumentar la sensibilidad. Una onda gravitacional produce el mismo patrón en ambos, pero con unos milisegundos de retraso, que es el tiempo que tarda la onda gravitacional en recorrer los aproximadamente 3.000 km que los separan a su velocidad natural de desplazamiento, la de la luz. El patrón temporal que se mide permite distinguir el choque de estrellas de neutrones del choque de agujeros negros o cualquier otra fuente, aún más exótica si cabe, capaz de producir ondas gravitacionales.
Esquema del interferómetro LIGO. (crédito de la imagen: Real Academia Sueca de Ciencias)
Conviene recordar que, lato sensu, las ondas gravitacionales ya habían sido descubiertas, aunque de manera indirecta, en los años 70 del siglo XX, cuando Hulse y Taylor comenzaron a medir el cambio en el periodo de rotación del púlsar binario PSR-B1913+16. Este cambio solamente se puede explicar como consecuencia de la pérdida de energía que sufre el sistema por la emisión continua de ondas gravitacionales. El trabajo mereció el Premio Nobel de Física en 1993.
LIGO ha conseguido la evidencia directa de estas ondulaciones del espacio. Pero lo realmente importante no es el descubrimiento en sí mismo, sino que se ha abierto un nuevo canal para recoger información acerca del universo. Como consecuencia de la primera detección directa de ondas gravitacionales, se ha descubierto una nueva población de objetos cuya existencia ignorábamos, los agujeros negros con masas de decenas de veces la del Sol, que quizá sean una parte importante de la enigmática materia oscura, y se ha observado por primera vez un sistema binario de agujeros negros. Por otra parte, es importante señalar que las ondas gravitacionales dan información muy diferente a la que nos ofrece la luz, abriendo un nuevo campo de la astrofísica, que puede llevarnos a nuevos descubrimientos. La astrofísica con ondas gravitacionales permitirá explorar la naturaleza de la materia oscura y de la energía oscura. Son el único fenómeno que da acceso observacional a campos gravitatorios tan intensos como los que caracterizan a los agujeros negros o las estrellas de neutrones, donde se pueden realizar test únicos de la teoría de la relatividad general, inaccesibles en los laboratorios terrestres o del sistema solar. Cuando se empiecen a detectar las ondas gravitacionales generadas por colisiones de estrellas de neutrones, se podrán utilizar para medir distancias cósmicas con enorme precisión. Finalmente, las ondas gravitacionales son la única sonda que permitirá observar directamente fenómenos como los primeros instantes del universo, sin limitación. Se podría observar el mismo big bang si se construye el detector de ondas gravitaciones adecuado.
El Premio Nobel de Física 2017 reconoce el enorme esfuerzo realizado por la colaboración LIGO, su éxito en la detección de ondas gravitacionales y la inauguración de un nuevo campo de la astrofísica y la cosmología, galardonando a Kip Thorne y Rainer Weiss, dos de las personas que propusieron el experimento, y a Barry Barish, el primer director de la versión actual del mismo. Enhorabuena.