De física. Anécdotas, sucedidos y
microrrelatos de ambiente científico, todos ellos reales
Los hay en todos los grupos
humanos. Se trata, claro, de los tacaños. No son infrecuentes entre los
científicos, acostumbrados a las apreturas económicas. Sin embargo, el caso que
nos ocupa es especial. Tal es su racanería, que merece un lugar en el olimpo de
los roñosos, junto a Harpagón, el dómine Cabra y Ebenezer Scrooge. Con la
diferencia de que el personaje del que aquí se trata es real. Llamémosle Quilmer
Guimana. Quilmer no se estira ni por la mañana. Con aspecto de teniente de
jenízaros venido a menos, posee algunos records de tanto poso que es difícil
pensar que alguien llegue siquiera a aproximarse a tal nivel de cicatería.
Llevaba ya años trabajando
en un gran centro internacional, con contrato permanente y libre de impuestos,
y un estipendio al que el adjetivo generoso no le hace justicia cuando ocurrió
la historia que nos ocupa. Una prueba más de que la tacañería no se corresponde
(no está correlacionada, que diría un científico) con el nivel de ingresos.
Cierto día, hace ya muchos años de esto, recibió la visita de sus progenitores.
Igual que no está correlacionada con el nivel de ingresos, parece ser que la
tacañería no es genética, puesto que la pobre pareja se escandalizó de la forma
en que vivía su hijo, el que nadaba en oro, como McDuck. Inmediatamente, le
obligaron a redecorar la casa y a comprarse un coche nuevo, porque circulaba
con un objeto cuya capacidad para desplazarse correspondía más a la magia negra
que a la tecnología. Nadie entendía como aquello todavía se movía. Consiguieron
que visitara el concesionario Mercedes, con enormes esfuerzos. Y salió con un
nuevo automóvil, un flamante Mercedes… alimentado con gas-oil, que es más
barato.
La historia tiene epílogo.
En cuanto sus padres volvieron a casa, el flamante Mercedes de gas-oil quedó
aparcado en la puerta de su modestísima vivienda y Quilmer comenzó a moverse con
un coche alquilado al centro de investigación por el grupo de Madrid, que el
combustible iba incluido en el precio del alquiler y así no tenía que salir de
su bolsillo. En algunas ocasiones, al llegar los investigadores del grupo de Madrid
a su trabajo se encontraron sin medio de transporte, ya que el Dr. Guimana
estaba haciendo la compra con el coche del grupo. Varias décadas después
seguimos en la misma situación…Supongo que dejará de ocurrir cuando se jubile.
La casa en la que lleva
viviendo más de cuatro décadas merece un pequeño comentario. Se trata de un
piso de protección oficial, perteneciente a una anciana. Lo compró para su
hijo, pero este se murió antes de poder ocuparlo. Quilmer aprovechó la
circunstancia para alquilarlo a buen precio dando pena a la anciana. Eso sí, el
piso tiene refugio nuclear en el sótano. Un lugar tétrico que nuestro protagonista
muestra orgulloso a sus visitas, ya que no tiene otra cosa que mostrar. El piso
está en un edificio gris de cemento armado en medio de la nada. Pero es barato.
Y hay un Mercedes (de gas-oil) aparcado siempre en la puerta.
Un último detalle acaba de
ilustrar el talante del personaje. Lleva vistiendo el mismo pantalón acampanado
de color crema desde 1975. Hace mucho tiempo que le aprieta, pero todavía
abrocha si mete tripa. Y vestido con este pantalón, cual lomo embuchado, suele
aparecer por Madrid en las fechas cercanas al 24 de diciembre, en curiosa
coincidencia con la comida de celebración navideña de un cierto centro de
investigaciones. Claro, está en una lista de correo en la que se anuncia tal
acontecimiento, y así come gratis, por la patilla en argot castizo, al menos
ese día. Una leyenda con altos visos de ser cierta es bien conocida en el
centro donde Quilmer se desempeña. Al parecer, nadie lo ha visto nunca pagar
por nada. Debe ser que le da vergüenza.
Los científicos también son
seres humanos. Y de todo hay en la viña del señor. Pero no se conoce un caso
tan extremo como este. Una historia apócrifa dice que oye misa por la radio y
cuando pasa el cepillo cambia de emisora. Se
non é vero é ben trovato.