martes, 23 de agosto de 2022

El gafe (capítulo 1)

De física. Anécdotas, sucedidos y microrrelatos de ambiente científico, todos ellos reales

No parece especialmente adecuado hablar de una superstición infundada, como los gafes, en el ámbito de la ciencia. Sin embargo, en algunas ocasiones, hasta los científicos dudan. Ocurrió en el pasado con el conocido efecto Pauli y ocurre con el caso de esta historia. Cuando se trata del Dr. Donald Roper, es muy difícil no pensar que tantos sucesos, sostenidos a lo largo del tiempo, no le califiquen como el gafe oficial entre los científicos españoles. El Dr. Roper se considera a sí mismo como físico de partículas, pero la parte central de su carrera se desarrolló cuando esta disciplina no estaba todavía completamente definida. Así, eligió los anodinos polos de don Tullio (Regge) y los quiméricos pomerones como los grandes temas físicos sobre los que se asentaría su carrera. Inmediatamente, ambos se convirtieron en criaturas monstruosas del pasado remoto, hoy completamente extintas, superadas por las excelencias de la cromodinámica cuántica. Incluso podrían clasificarse ya dentro de los bestiarios, en pie de igualdad con la tarasca, el catoblepas, el basilisco y el dragón. El Dr. Roper se quedó sin tema de estudio, aunque todavía intenta revivir estos monstruos una y otra vez. Solo por esta desafortunada elección ya podría optar al calificativo de gafe, pero la historia no termina aquí ni mucho menos. Hay muchos otros sucedidos que hacen que el calificativo de gafe describa al Dr. Roper tan bien como el calificativo de alto describe al gran Arvydas Sabonis.

El primero del que se tiene constancia histórica sucedió en una de las reuniones bienales de la Real Sociedad Española de Física. No se recuerda el número exacto de esa reunión, pero sí que se celebró en Madrid a finales de la década de los setenta, o quizá a principios de la década de los ochenta, del siglo XX. El Dr. Roper era entonces un joven investigador, con las ambiciones que todo joven investigador poseía en aquel momento. La más destacada de ellas era convertirse en catedrático de física, preferentemente nuclear. En aquello momentos no había especialidad científica más retrechera. Tanto, que cualquiera de las universidades españolas era igualmente buena, no importaba el lugar. Lo que importaba era el tema. Por supuesto, para conseguirlo era necesario el apoyo de alguno de los grandes prebostes de la época.

Ignoro si estaba escrito o fue una consecuencia del puro azar, pero ocurrió que el carácter crítico y el verbo excesivo del Dr. Roper no le ayudaron en esa loable empresa. En uno de los descansos de la reunión bienal, rodeado de otros jóvenes doctores, dio rienda suelta a su oratoria desbocada y apabullante. Entre sus comentarios se deslizó uno especial. El Dr. Roper está dotado de un cierto gracejo literario, que demostró, una vez más, en esta ocasión. Y así, tirando de comparación, realizó a sus interlocutores una pregunta retórica: “¿Os habéis fijado en la pinta de gitano robagallinas que tiene el profesor Pérez?”. El acre y ofensivo comentario hubiera supuesto un éxito para el Dr. Roper en cualquier otra ocasión, pero lo que observó esta vez es que las caras de los receptores de tan osada cuestión cambiaban de color. Unas al blanco, otras al rojo y hasta alguna de ellas emitió una sonora carcajada. Ante tal reacción, que, como parece evidente, sólo podía significar una cosa, el Dr. Roper se volvió lentamente, para encontrar, claro, al profesor Pérez detrás de él, escuchando su comentario con rostro de perdulario ofendido. Ni que decir tiene que este profesor Pérez era uno de los grandes prebostes cuyo apoyo era indispensable para llegar a catedrático. Cuando el Dr. Roper lo vio alejarse, pensó para sus adentros que con él se iba su cátedra.

Pero la cosa no para aquí. En el siguiente descanso, el Dr. Roper, incontenible, indesmayable y dotado de una energía extraordinaria, volvió a dar rienda suelta a su hiperbólica locuacidad, relatando con el máximo detalle y con especial animadversión al profesor Pérez, su aventura anterior: “¿Sabéis lo que me acaba de pasar? Estaba comentando con un grupo de estudiantes la pinta de gitano robagallinas que tiene el profesor Pérez y... ¡lo tenía detrás! De esta me quedo sin...”. La reacción de sus contertulios, para su asombro y desgracia, le resultó bien conocida. Las caras mudaron de color, unas al blanco, otras al rojo y hasta alguna de ellas emitió una sonora carcajada. No había lugar a dudas. El Dr. Roper se volvió, para encontrar lo que sabía y no quería: el rostro del profesor Pérez de color rojo lava, a punto de estallar, mirándole con expresión de leopardo de las nieves en actitud de ataque.

El Dr. Roper no consiguió nunca la cátedra de física nuclear a pesar de su larguísima carrera, pero su fama como gafe oficial de la ciencia española comenzaba a afianzarse. Desde ese momento, esa fama no hizo más que aumentar. Pero eso ya es argumento de otro relato.