Cantor, te deseo lo mejor
No es sencillo inaugurar el año
con una noticia fúnebre. Pero justo es señalar que en algunas ocasiones, acaso
no demasiado numerosas, es verdad el título del himno compuesto por don Cesáreo
Gabarain, y que todos los quintos aprendieron en algún momento de su vida: la
muerte no es el final. Esta afortunada circunstancia se da en el caso que nos
ocupa, por lo que a pesar de ser este un obituario, no nos debe atribular,
acongojar, apenar ni afligir.
Supone un gran honor, que
aceptamos con agrado pero con inquietud ante la responsabilidad, escribir el
obituario de don Blas Cantor. Sin duda, era un ser especial, y como tal lo
apreciábamos aquí.
A pesar de los epítetos que le
acompañaban, el eterno estudiante no era eterno, y dadas las circunstancias, ha
dejado también de ser estudiante. No haremos aquí una loa facilona y
sentimentaloide de las enormes cualidades de B.C. De sobra son conocidas por
los amables lectores que suelen visitar estas humildes páginas, pues las hemos
glosado en ocasiones diversas. Pero sí nos gustaría abundar en ellas, señalando
que el final de B. C. ha sido digno de las cualidades que le adornan. Con esa
naturaleza camaleónica y proteica que le caracterizaba, no pudo soportar el
Festival de Eurovisión, y sucumbió. La sonora semejanza de su nombre con el del
representante español se lo llevó por delante sin piedad ni miramientos. Nuestro
admirado e. e. nunca aceptó que lo confundieran sistemáticamente con semejante
mequetrefe y decidió terminar. Con esto, consiguió sorprendernos una última
vez. Alguien tan alejado de los circuitos populares, cuyos pensamientos se
ocupaban de las propiedades del infinito (haciendo honor a su nombre), del cine
de autor (cuanto más muermo, mejor), de las interpretaciones de la mecánica
cuántica (siempre las originales y siempre las dudosas), de las citas inútiles
(tan caras a don Blas), de la longitud del pantalón (siempre escasa) y del
concepto de azar (que nunca llegó a entender), víctima mortal del más barato,
simplón y vulgar de los concursos baratos, vulgares y simplones. ¡Qué
melancólica metáfora de la cruda realidad! ¡Qué homenaje a su queridísima
decadencia! Un final digno del e. e.
Como debe resultar evidente a
estas alturas, dejaremos de disfrutar de su colaboración y de sus disparos, que
siguen en nuestros recuerdos.
R. I. P.
R. I. P.
Queda, a pesar de todo, una nota para la esperanza.
Parece que ha dejado un heredero. Sería una gran noticia que éste tuviese la
feliz idea de seguir los pasos de su antecesor. Una sola condición se le exige:
que abomine del horripilante nombre que ahora tiene. Así sea.